Dedicatoria

Leipzig durante un festival en 1830

Los seguidores de mis comentarios sobre las cantatas de Johann Sebastian Bach están acostumbrados a oírme hablar de Leipzig, la ciudad de esa Thomaskirche de la que fue cantor el genio de Eisenach, quien vivió en Leipzig el periodo más largo y fértil de su dura existencia como  músico. Sin embargo no es esa la única historia vinculada a la música inseparablemente relacionada con la ciudad. Existe otra, quizá mucho más conocida, sobre el triunfo del amor entre dos jóvenes artistas, una historia que a fuerza de trasmitirse de boca en boca saltó a la literatura y, debido a ello, resulta difícil discriminar lo que en ella hay de verdad de lo que encierra de ficción. Hoy la rescato para mi blog e intento resaltar en ella no las vicisitudes de unos jóvenes enamorados, sino la génesis de una de las canciones más influyentes -y bellas, quizá la cancion perfecta si es que tal cosa existe- de la historia de la música. Presten atención.

PLANTEAMIENTO

El primer acto de la acción se sitúa en 1830 y nos habla de la pareja formada por un maduro profesor de música que, tras un doloroso divorcio, se había casado en segundas nupcias con una mujer veinte años más joven que él con la que vivía en una discreta y amplia casa en el barrio burgués de Leipzig, acompañado de los hijos habidos por él de ambos matrimonios. La vida de Friedrich, que así se llamaba nuestro hombre, no había sido más fácil en lo personal de lo que lo había sido en lo afectivo. Adoraba la música, pero tampoco ese amor le había sido del todo correspondido. Y así, ya de joven tuvo la sabiduría de entender que carecía del talento suficiente para convertirse en un gran compositor y del genio necesario para ser un gran intérprete. Pero también sabía que su bagaje cultural en lo musical era mayor que el de casi todos los músicos que él conocía, y había reparado también en que contaba con una especial habilidad para explicar los arcanos de la teoría de la música y de las interioridades de la ejecución pianística de manera que quienes le escuchaban los entendían con rara facilidad. Por eso su frustración se había sublimado paulatinamente en satisfacción al convertirse en maestro de música, el más famoso y reputado de Leipzig.

Su corazón de enseñante andaba por aquellos días entristecido. Hacía algunos meses que Friedrich había acogido como alumno y dado alojamiento en su casa a Robert Alexander, un joven del sur de Sajonia asombrosamente dotado tanto para la música cuanto para la literatura y deseoso de convertirse en un gran pianista. Friedrich no dudaba que lo conseguiría, aunque le habían preocupado desde el primer momento los alternativos estados de euforia y decaimiento que se adueñaban una y otra vez sin motivo aparente del ánimo de aquel muchacho grandullón y desgarbado que acababa de cumplir diecinueve años. Pero las ilusiones de maestro y alumno se habían quebrado en aquellos días cuando el joven se presento ante aquél con una diabólica lesión en la mano derecha cuyo origen Friedrich no había acabado de comprender, pero que los médicos consultados habían diagnosticado como irreversible debido a la grave afectación de los músculos y tendones ligados al gobierno de los dedos corazón y anular. La carrera de Robert como concertista de piano había acabado fulminantemente, y Friedrich lo lamentaba como si de la de un hijo se tratara. Aquel joven apasionado acababa de abandonar lleno de frustración la casa de su maestro.

Armonium usado por Friedrich Wieck en algunas de sus clases

A éste le estremecía pensar en las consecuencias que aquel revés tendría en el alma atormentada del muchacho, y tampoco podía quitarse de la cabeza el terror a que Chiarina, como algunos la llamaban, su hija más dotada para el piano, la más pequeña de las que tuvo de su primer matrimonio y una auténtica niña prodigio a la que no hacía sino semanas había acompañado a Paris para que diera su primer recital, pudiera sufrir una lesión semejante que la apartara de su carrera. Esa hija era para Friedrich no sólo su ojito derecho, sino también el escaparate del éxito de su vida como enseñante, su  salvoconducto para entrar y salir de la Gewandhaus a su antojo, una Gewandhaus cuyo premio de interpretación pianística ella acababa de ganar antes de cumplir los doce años. En Leipzig se hablaba ya de un nuevo Mozart encerrado en el cuerpo de una niña. No andaban desencaminados.

NUDO

Cinco años después la casa de Friedrich no es sólo la del más prestigioso maestro de Leipzig. Se ha convertido también en el centro de reunión de todos los músicos que pasan por la Gewandhaus a dar conciertos, y que gustan de celebrar tertulias en el salón de la casa del profesor durante su estancia en Leipzig. Por allí se dejó ver un ya famoso Chopin de camino a Carlsbad, adonde se dirigía para reencontrarse con su familia y con los amigos de su infancia polaca tras sus éxitos en Paris como pianista y compositor. También el recién nombrado director musical de la Gewandhaus, Felix Mendelssohn, tan querido en Leipzig desde que desempolvó e interpretó en Berlin la olvidada partitura de la Pasión según Mateo escrita por Bach durante su etapa de cantor de la Thomaskirche, aprovechaba para pasar alguna tarde en casa del maestro Friedrich departiendo sobre música y literatura. Y, cómo no, uno de los habituales de aquella tertulia era el desgarbado Robert
Alexander, aquel muchachote que hubo de abandonar su carrera como pianista por culpa de una lesión en su mano. Lejos de deprimirse por el lance como Friedrich temía, Robert se dedicó a componer bellísimas e innovadoras obras para piano, a escribir ensayos sobre la actualidad musical de aquellos artísticamente turbulentos años, y se convirtió en editor de una revista en la que se ofrecían tanto novedades en el análisis de las obras de los consagrados como Beethoven o Schubert, como reseñas de la actividad de nuevos y controvertidos valores del panorama musical europeo por entonces aún no del todo aceptados, como los franceses Berlioz y Meyerbeer o el húngaro Ferenç Liszt. Ese contacto
con las nuevas tendencias convertía a Robert en un contertulio por todos deseado en aquellas tardes de Leipzig.

Felix Mendelssohn-Bartholdy hacia 1835

Y por allí circulaba también con sus partituras a cuestas la hija prodigio del maestro, que no se había limitado a triunfar en toda Europa como concertista, si no que a sus recién cumplidos dieciséis años había escrito ya alguna colección de canciones y estaba terminando de componer nada menos que un concierto para piano. En Mendelssohn, probablemente el líder de aquellas reuniones, la influencia de su hermana Fanny había conjurado cualquier atisbo de rechazo sexista, por lo que la hija de Friedrich participaría en más de una ocasión de las apasionantes conversaciones que se organizaban en aquel salón. Así se reencontró la joven con Robert, a quien recordaba de los meses que vivió con su familia unos años antes, y así comenzó a admirar sus conocimientos musicales y su inesperada capacidad para sobreponerse a la desgracia. Le resultaba nueva y atractiva su apuesta generosa por los valores de vanguardia de la composición musical. Y al final, poco a poco, esa admiración se convirtió en amor, un amor correspondido primero por Robert desde el silencio y la admiración recíproca, y pronto convertido en una relación que, al tratarse de una adolescente, sólo consistía en miradas furtivas que no trascendieron el único escenario de aquella casa burguesa de Leipzig. Pero con el paso de los meses y sin apenas darse cuenta, con la misma naturalidad con la que un manantial se convierte en arroyo, ambos jóvenes cultivaban ya toda una relación amorosa clandestina.

DESENLACE

La situación se prolongó durante casi dos años, al final de los cuales ambos pidieron audiencia a Friedrich para explicarle sus sentimientos mutuos y solicitarle su permiso para casarse. El viejo maestro se enfadó como sólo un profesor de música se enfada. Por un lado se sintió traicionado por un joven a quien había dado cobijo en su casa como si de un hijo se tratase y que, para él, se había valido de sus armas de adulto para seducir a su niña. Por otro lado no podía concebir peor pareja para ella que un aspirante a pianista irreversiblemente lesionado, un músico con la cabeza llena de los pájaros de las vanguardias artísticas y, encima, de salud mental inestable, pues los episodios depresivos de su adolescencia, lejos de desaparecer, se habían hecho cada vez más frecuentes y somáticos. ¿Qué futuro le esperaba a su hija con aquel bohemio? ¿Qué sería de la carrera de piano que con tanto mimo había cultivado? ¿Qué sería de su propio prestigio como maestro, su mayor patrimonio, si para siempre quedaba ligado familiarmente a un pianista fracasado?

Piano Trondlin fabricado en Leipzig en 1830.

Robert Alexander fue expulsado de la casa y su entrada desde entonces prohibida en la misma, como prohibido le fue también a ella cualquier contacto con el joven. La relación entre ambos enamorados devino, así, epistolar. Ambos se las ingeniaban para hacerse llegar cartas en las que se conjuraban para esperar a los veintiún años de ella, mayoría de edad legal en aquella época, que le permitiría contraer matrimonio aunque fuera contra la voluntad del viejo Friedrich. Pero hay cosas que se deben cultivar día a día, pensaba Robert. Él la amaba sinceramente y sentía la necesidad de manifestárselo a ella de manera sólida, que supiera que nada se iba a interponer entre ambos. Algo en lo más profundo de su ser le decía que sus sentimientos y su proyecto de vida en común iban a superar todas las adversidades.

Quizá fue en esos momentos cuando cayó en manos de Robert, siempre pendiente de las novedades artísticas y literarias para su  revista, un poema del catedrático de literatura oriental en Berlin y ya por entonces aclamado poeta Friedrich Rückert. Eran unos versos que plasmaban en términos apasionados ­-quizá demasiado, pero ese exceso rayano en lo cómico reforzaría el mensaje ante la impuesta carencia de contacto físico con su amada- lo que en aquellos momentos pasaba por su corazón. Y escribió una canción sobre aquel texto. Y para expresar la solidez de su compromiso incluyó entre las notas finales las del Ave María de Schubert, por entonces ya una música ligada a las ceremonias nupciales entre los jóvenes más cultivados. Se resolvió a enviársela a Clara como si se tratara de una más de sus cartas de enamorados, para que ella desentrañase al piano aquel texto y aquella música y para que encontrara en aquella cita de Schubert una renovación de su compromiso de boda. Pero antes, sobre los primeros pentagramas de la partitura escribió en tinta roja: “Para mi amada novia”.

Desde entonces esa canción se conoce como “Widmung” (“Dedicatoria”).

Du meine Seele, du mein Herz,
Du meine Wonn’, o du mein Schmerz,
Du meine Welt, in der ich lebe,
Mein Himmel du, darein ich schwebe,
O du mein Grab, in das hinab
Ich ewig meinen Kummer gab.

Du bist die Ruh, du bist der Frieden,
Du bist vom Himmel mir beschieden.
Daß du mich liebst, macht mich mir wert,
Dein Blick hat mich vor mir verklärt,
Du hebst mich liebend über mich,
Mein guter Geist, mein bessres Ich

Tú, mi alma; tú, mi corazón;
tú, mi placer; ¡oh tú, mi dolor!
tú, el mundo que habito;
tú, mi cielo, del que me hallo suspendido.
¡Oh tú, mi tumba, en cuyo seno
entregaré mi pesar para siempre!

Tú eres el sosiego, tú eres la paz,
tú me has sido enviada por el paraíso.
Que tú me ames, me hace más valioso,
tu mirada me torna glorioso,
tú haces que me supere a mí mismo,
mi buen espíritu, mi mejor ‘yo’.

EPÍLOGO

Si hacemos caso de la historia conocida, Clara Wieck se casó con Robert A. Schumann (pues no la de otros personajes es la historia que he narrado) el 12 de septiembre de 1840, ambos contrayentes ya mayores de edad, no sin antes tener que superar un litigio en el juzgado  para obtener de éste la autorización que el padre de la novia insistió en negarles. Papá Friedrich se puso tan “borde” en la sesión del tribunal, ante el que describió a Schumann como un borracho inhábil para contraer matrimonio, que el juez le condenó durante un par de semanas al calabozo por conducta impropia en sede judicial. La relación se restablecería años después, con Schumann convertido ya en un influyente compositor. En el mismo año de la boda Schumann publicó su ciclo de canciones “Myrten” (opus 25) sobre poemas de diferentes autores alemanes, ciclo cuya canción inicial fue “Widmung”. A partir de ese momento Clara impulsó a Robert para que además de lieder y piezas para piano compusiera obras orquestales, impulso al que probablemente debemos la consagración del romanticismo alemán en lo que a la música se refiere.
Robert  y Clara Schumann tuvieron ocho hijos, de los que sobrevivieron siete. La salud de Robert fue de mal en peor, con depresiones cada vez más profundas una de las cuales le llevó a un intento de suicidio, dos años después del cual, el 29 de julio de 1856, fallecería interno en una institución de salud mental. Por su parte Clara vivió hasta mayo de 1896, después de dedicar una parte importante de su vida a divulgar la obra de su difunto marido y a modelar ella misma una carrera musical propia muy fértil, máxime teniendo en cuenta la dificultad añadida, inherente a su época, derivada de su condición femenina.
La historia de Robert y Clara Schumann contiene episodios realmente novelescos que recomiendo a todos mis lectores investiguen, pues es la prueba de que en ocasiones (casi siempre, diría yo) la realidad supera a cualquier ficción histórica.

Esta entrada fue publicada en Música y etiquetada , , , , , , , , , , . Guarda el enlace permanente.

6 respuestas a Dedicatoria

  1. Tras mucho buscar, he decidido incluir como ilustración esta toma directa del recital ofrecido en 2009 en Viena (en lo que me parece que es la sala Brahms de la Musikverein, nada menos) por la soprano Marija Vidovic, una de las jóvenes estrellas de la escuela de canto que mantiene en Stuttgart el gran tenor mejicano Francisco Araiza. Me convenció, más que la excelente calidad de sonido de la grabación, la a mi juicio gran interpretación de la soprano croata, de una remarcable expresividad y un magnífico legato. La acompaña al piano Ingo Dannhorn, joya destacada a su vez de la siempre pujante escuela pianística del conservatorio de Munich.
    Si sigo publicando posts sobre mis lieder favoritos (ya llevo dos), será difícil que encuentre en la red versiones de los mismos que me gusten tanto como ésta de Widmung.

  2. pfp dijo:

    dime Perea, ¿pudieron finalmente casarse?

    saludos afectuosos

    pilar

  3. Bienvenida por aquí, Pilar, y mis disculpas porque, en efecto, en mi relato faltaría ese epílogo que tú me pides. [Procedo a añadir el epílogo (24JUN2011)]

  4. Adrian Vogel dijo:

    ¡Qué gran historia! No recuerdo ninguna peli al respecto. Tendría más éxito que Titanic, Gone with the wind, etc.

  5. pfp dijo:

    gracias Perea, ha sido una bonita historia.

  6. Pingback: Clàssics i romàntics - sonscorbera.com

Replica a Antonio Perea Cancelar la respuesta